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La última voluntad

Una reflexión del educador Dr. Julio César Labaké, a partir de lo que considera “una conversación inolvidable” con un joven adolescente.

La última voluntad de una persona, y de una persona que muere en la plenitud de su conciencia, tiene un valor decisivo en todo lo que fue su vida.

Es cuando se resume y se consolida su decisión fundamental.

Jesús ocupó sus tres años de vida pública en anunciar el Reino de Dios. En enseñarnos “el verdadero camino de la vida”, que era Él mismo. Su vida. Su palabra. Ese que hace posible la paz del alma y la fraternidad entre los hombres.

Y le fue suficiente un momento, cuando era clavado en la cruz, para sellar su voluntad final, sabiendo que el Padre, a Quien había sido fiel sin claudicación, le había confiado el juicio de todos los hombres a Él.

Él, que les había advertido a sus apóstoles que “los enviaba entre lobos y que los perseguirían, los enjuiciarían y torturarían por anunciar su Buena Noticia”, cerró su vida con unas palabras que deberíamos recordar con más frecuencia, porque son la expresión de su última voluntad, cuando estaban no sólo persiguiéndolo a Él, sino clavándolo en una cruz para darle la muerte considerada infame.

Y lo dijo con la paz de los juramentos más solemnes.

– “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”.

Sí. Lo dijo.

El Evangelio de Lucas, en el capítulo 23, versículos 33 y 34, es de una diafanidad insospechable. Estaba perdonando no sólo a quienes lo perseguían a Él y le estaban dando muerte, sino a quienes perseguirían a sus testigos hasta el final de los tiempos, rebeldes a sus enseñanzas y aferrados a sus placeres.

A quienes sembrarían de mártires la tierra. A quienes escarnecerían a sus discípulos no sólo por no perdonarles sus pecados de hombres, sino por el delito de creer en Él y de intentar vivir su Evangelio. Y hasta creyendo que con eso rendían culto a no se sabe qué mandato de la Naturaleza.

A todos los estaba perdonando.

No sólo a sus discípulos que no dejaban de ser creaturas mientras intentaban ser fieles a sus enseñanzas.

¡Sino también a los perseguidores de sus discípulos!

¡Si de ellos habló en primer lugar! ¡De los que lo estaban matando!

Pero cuando se toma conciencia de tamaña desmesura, se siente la presencia de un misterio que nos cuesta resolver como creaturas que somos.

Gastó su vida en enseñarnos a vivir. Y finalmente nos perdonó nuestras debilidades, nuestras miserias, y nuestras osadías de una rebeldía irracional. Esa que nos hace “vender nuestra primogenitura por un plato caliente de lentejas”.

Es que durante esos tres años quiso enseñarnos a vivir. Que conociéramos el camino verdadero de la vida. El que nos genera esa paz que vivimos anhelando y que no es el fruto de los placeres sin límites. El que nos genera la posibilidad de la fraternidad, porque nos hace tomar conciencia de que somos hijos del mismo Padre que nos ha creado para vivir como hermanos. El que nos hace posible el diálogo y el acuerdo para ser una sociedad digna de ese nombre.

Pero hay algo que Jesús hombre conoció por la experiencia de serlo y vivir entre los hombres. Él vivió la experiencia de que “somos ciudadanos de dos mundos”, como dijo Tomás Moro, ese santo que supo de la vida tremenda de Enrique VIII.

Él vivió la experiencia de que “el hombre es el ser que es bueno porque puede ser malo”, como dijo ese filósofo que fue Blas Pascal, que además de matemáticas algo sabía de nosotros mismos. Él vivió la certeza de que “No se puede jugar a ser Dios”, como me dijo hoy en una conversación inolvidable, un adolescente de 15 años, que ya es capaz de valorar y sufrir el absurdo de las desmesuras humanas.

Y uno siente el aguijón de la incertidumbre, tan propia, precisamente, de la limitación del corazón humano.

Jesús es quien nos enseñó a vivir, porque, “La gloria de Dios es que el hombre viva”, como dijo aquel gran santo, Ireneo, obispo de Lyon, en las Galias, que nació en los albores del cristianismo, en el año 130 de nuestra era.

¿O el que le dice a su Padre, en la culminación de su vida, que “nos perdone, porque no sabemos lo que hacemos” y tiende un manto de misericordia sobre todos?

¡Nos desborda!

Nuestro corazón de creaturas no abarca tamaña realidad. 

Y la respuesta es precisamente la que nos da Juan, el apóstol que tuvo el privilegio de ser el más cercano al corazón de Jesús. El que recibió sus más íntimas confidencias. Y el que nos representó a todos cuando, ya clavado en la cruz, nos dio a su Madre por Madre Nuestra.

Es lo que dice en su primera carta, en el capítulo 4, versículo 8: “Dios es Amor”.

Y es mejor que ya no nos preguntemos más.

Es el momento de la paz y de la fe.

Ese arcano, que no nos exime del llamado y la responsabilidad, pero que nos comprende hasta lo incomprensible, está finalmente en Buenas Manos.

Es la paz del cristiano.

“No se puede jugar a ser Dios”. Juan Cruz. 15 años.

FUENTE: Julio C. Labaké es licenciado en Psicología y doctor en Psicología Social. Su trayectoria en instituciones nacionales de todos los niveles, también como profesor invitado y conferencista en espacios locales y extranjeros, es importantísima. Además, se desempeñó como directivo y funcionario del área pedagógica.

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