Desde España, escribe Pepe Menéndez, un referente de la educación en su país, que fue director adjunto de la red de Colegios Jesuitas. Nos invita a reflexionar sobre el aprendizaje de los estudiantes en tiempos de pandemia.
El Papa Francisco nos interpela profundamente en la encíclica Fratelli Tutti para que las personas seamos agentes activos en la búsqueda del bien común. Y lo hace, entre otras muchas reflexiones, a través de la expresión “fraternidad abierta”. Francisco la identifica con una actitud que debe permitirnos “reconocer, valorar y amar a cada persona más allá de la cercanía física, más allá del lugar del universo donde haya nacido o donde habite”. En el mundo actual, tensionado globalmente por una pandemia que está arrasando vidas físicas y también proyectos vitales, esa llamada a detenernos para entender más cabalmente qué es lo importante tiene una enorme trascendencia y aplicación en muchos ámbitos de la actividad humana y, por tanto, también en la escuela.
Muchos proyectos educativos, especialmente en el ámbito de las escuelas católicas, pero también en otras escuelas de inspiración religiosa diferente, ofrecen desde hace tiempo un valor añadido en valores, que les da sentido profundo y atrae a muchas familias. Pero, el Papa también advierte en su encíclica que “si alguien cree que sólo se trataba de hacer funcionar mejor lo que ya hacíamos, o que el único mensaje es que debemos mejorar los sistemas y las reglas ya existentes, está negando la realidad”. Me parece una sugerencia directa a la propia escuela y al sentido de la educación, que venimos debatiendo en las últimas décadas, y que, con la pandemia, ha emergido con especial intensidad. Si queremos ser capaces de crear una sociedad más justa y solidaria, deberemos ayudar a los niños y a los jóvenes a crecer en la comprensión del mundo y en la conciencia de ser actores de transformación social.
La escuela ha ido evolucionando mucho en las últimas décadas, pero su proceso de cambio ha sido de baja intensidad a la luz de los enormes retos que el mundo está planteando. Las reformas no han sido suficientes porque no han alterado los instrumentos esenciales en que estaba fundamentada la escuela del siglo XX, fuertemente caracterizada por una visión industrial. Fue útil mientras la fuente de conocimiento era casi exclusividad de la escuela, mientras las referencias educativas se movían en entornos familiares y poco más allá, mientras los modelos sociales tenían componentes de una mayor homogeneidad, y también, hay que subrayarlo, mientras la educación se asociaba a una fuerte disciplina, que conllevaba una obediencia acrítica.
La vertiginosidad de los cambios tecnológicos, sociales, económicos, culturales y de los valores asociados a la sostenibilidad del planeta, inmersos todos ellos en un proceso de globalización acelerado, han sido mucho más rápidos y de un impacto mucho mayor, que la capacidad de adaptación del modelo educativo imperante.
Algunos de los postulados de la renovación educativa que emergieron especialmente a principios del siglo XX (Dewey, Freire, Montessori, Freinet…) no tuvieron continuidad porque las condiciones socio-económicas y tecnológicas no estaban cambiando de la manera en que lo están haciendo hoy.
Hagámonos algunas preguntas a la luz de esta nueva situación: ¿Cuál es nuestro modelo de persona y de mundo? ¿Qué queremos que se lleven los alumnos cuando salgan de nuestros colegios? ¿Qué aprendizajes son necesarios para formar en un nuevo humanismo solidario? ¿Cómo trabajar los valores propios de nuestros «idearios» y que deben vertebrar cualquier currículo? ¿Qué competencias fundamentales necesitan adquirir los alumnos para aprender a vivir de manera eficaz y con otros en el mundo postpandemia?
No pretendo responder en este breve artículo a estas preguntas. Solo quiero poner en consideración si nos parece que son las preguntas que cualquier proyecto educativo debe hacerse para articular una experiencia educativa relevante en los años de educación obligatoria.
En el período de pandemia, están destacando dos funciones básicas de la escuela: el cuidado emocional de los alumnos y la convicción de que la escuela debe ser un lugar seguro para crear una atmósfera de bienestar personal, que permita el aprendizaje y la convivencia de las personas. ¡Claro que es muy importante aprender conocimientos! También lo señala Francisco en la encíclica al denunciar el “deconstruccionismo” y el “levantamiento de muros” que impulsan muchas corrientes populistas, por la necesidad que tienen de “jóvenes que desprecien la historia, que rechacen la riqueza espiritual y humana que se fue transmitiendo a lo largo de las generaciones, que ignoren todo lo que los ha precedido”.
Pero la adquisición de conocimientos no garantiza que las personas las utilicen para conseguir el bien común. Debemos cuidar las experiencias educativas que nuestros niños y jóvenes tienen en la escuela. Por eso, necesitamos una verdadera articulación de la formación integral de la persona. Para que sea capaz de relacionar saberes y transformar el mundo. El ensayista Y.N. Harari propone una alianza mundial en la búsqueda del bien común. Y nos pregunta si podemos establecer algún tipo de relación entre un proceso de aprendizaje centrado en la individualidad de la persona (alumno), sus exámenes, sus notas, su conquista… y la configuración de este individualismo exacerbado.
No se trata, entonces, de trabajar la educación en valores en espacios fuera de los ámbitos propiamente académicos. Sino de armar un modelo educativo que desarrolle el proyecto vital de cada estudiante alrededor del proceso de adquisición de conocimientos. Esa es la respuesta a la cuestión de poner el alumno en la centralidad del proceso educativo. No para hacerlo más individualista y competitivo, sino para que viva experiencias educativas de exploración a preguntas relevantes, indagación en equipo que le permita vivir la comunidad, sentir que no es juzgado por lo que no sabe, sino valorado para potenciar su capacidad de aprender. Por eso, necesitamos “deconstruir” el modelo educativo de manera sistémica, repensando el currículum, la evaluación, el rol de alumnos y docentes y la estructura de las áreas de conocimiento. Y, después, buscar las metodologías que respondan a los impactos educativos que perseguimos.
Centrar la escuela en la persona es crear las condiciones para que cada uno de los alumnos se sienta reconocido como ser capaz de crecer y de aprender, de sentirse útil y perteneciente a una comunidad abierta.
Fuente: El académico es Profesor y asesor internacional de educación; impulsor del proyecto Horizonte 2020 de los Jesuitas en Cataluña (España) . Autor del libro «Escuelas que valgan la pena» (Paidós, Argentina, 2020).