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La escuela emocionante: Instituciones que motivan, enlazan y “forman” docentes

“Generar una escuela ‘emocionante’ que socialice profesionalmente a sus docentes, implica pensarnos como una comunidad”, así habla la Magíster Mónica Coronado, educadora mendocina y autora de numerosas publicaciones que aborda “el escenario institucional” y su capacidad “como toda organización” de motivar a los educadores. Ella introduce este número de julio, dedicado a la formación docente en el marco de los acuerdos por el Pacto Educativo Argentino.

Fuente: Mónica Coronado es Psicopedagoga, Licenciada y profesora de la UNCuyo. Magíster en Docencia Universitaria (UTN) que dirigió diversos programas de inclusión educativa, orientación y desarrollo curricular; proyectos de investigación y gestión como Directora de Trayectorias Académicas. Estuvo a cargo de la Diplomatura de Posgrado Emociones en Educación (FFyL-FED-UNCuyo) y de Formación Docente Cátedras que dan cátedra. Es autora de numerosas publicaciones; revistas científicas y libros, entre ellos: “Claves didácticas para renovar la enseñanza” de NOVEDUC, y “Guías para construir vínculos libres de Bullying y Ciberbulling” como co-autora con María Zysman (novedad de Ed. Bonum).

Quienes trabajamos en el campo educativo, a menudo nos preguntamos qué es lo que hace que una escuela sea acogedora, tenga un clima de bienestar y de colaboración, como también qué es lo que sucede en otras en donde basta transitar sus pasillos para advertir tensiones y cierto malestar. Asimismo, por qué las primeras suelen generar un mejor y más satisfactorio trabajo docente, como también mejores resultados en términos de aprendizajes, de sentido de pertenencia de estudiantes y familias, como de compromiso del personal. 

Blejmar (2006) señala que “desde el punto de vista emocional las organizaciones se perciben por los sentidos del observador, tienen temperatura, textura y color. No hablan, pero trasmiten”. Su clima se siente y vive, se hace tangible en sus múltiples gestos y en el trato que se dan entre sí sus integrantes.

Podemos afirmar que la capacidad de una institución escolar de configurar un clima que motive, implique, comprometa a sus docentes, como también promueva el aprendizaje y la implicación de sus estudiantes, está dada por su hospitalidad que se traduce en el bienestar que experimentan las personas por estar ahí, ser parte de esa comunidad y sumar sus esfuerzos. Un clima amable y relajado contribuye al logro estudiantil y al desarrollo profesional docente; invita a desplegar capacidades.

Pero, ¿por qué algo que resulta evidente, es tan difícil de lograr? Al respecto, es preciso desmontar algunos prejuicios. Entre otros, que un elevado nivel de exigencia académica está reñido con micro políticas de cuidado. Por lo contrario, la calidad institucional está dada por la forma en que se abordan los principales desafíos escolares, desde el amoroso compromiso e implicación por la enseñanza y por el aprendizaje.

En efecto, es frecuente que aquellos entornos cuyo clima percibimos como hostil suelan tener concepciones sobre la exigencia académica y el logro centrados en el sacrificio, sobre todo de las dimensiones afectivas o emocionales. Así, suelen considerar que el control, basado en la sospecha y la vigilancia —aún disfrazados de diligencia, implícito o encubierto— tiene efectos persuasivos o estimulantes sobre la capacidad de trabajo de docentes y estudiantes. Cuestiones como el bienestar, la colaboración y la camaradería suelen considerarse secundarios respecto al rendimiento académico, de allí que el cumplimiento rígido de la norma, el desestimar las necesidades y los vínculos, el énfasis en el esfuerzo por sobre la motivación, un enfoque en el déficit más que en las capacidades, una mayor preocupación por el diagnóstico que por las intervenciones, y una comunicación censurada, encuentren un escenario propicio. En este tipo de instituciones suele haber, en consecuencia, una mayor rotación de docentes, como también una mayor demanda hacia las familias, con las que se establece un vínculo muy endeble de colaboración que puede derivar, muy fácilmente, en confrontaciones y reproches mutuos.

Puede darse, también, un escenario institucional en donde se sostiene una ficción de buen clima, que se asienta en mantener una imagen y se despliega en campos minados, en donde no se puede hablar de ciertas cosas o de cierta manera, y en cuyo ámbito no se pueden expresar pensamientos, emociones o ideas que contradigan lo que es preciso proyectar.

El desarrollo profesional docente tiene mucho que ver con los entornos de desempeño, puede ser constreñido o promovido por los mismos. Esta capacidad de comprometer y motivar de una escuela está dada por un conjunto de dimensiones que tienen como base la honestidad con que facilita el diálogo, asume el disenso, acuerda sus valores, afronta cualquier error y define lo que pretende lograr, cómo y apelando a qué recursos. Es indudable el efecto motivador de un proyecto educativo genuino, sólido, flexible y compartido, capaz de representar tanto las metas como las ilusiones y esperanzas de una comunidad.

En este proceso de construcción de instituciones emocionalmente saludables, a menudo nos encontramos escuelas que sostienen proyectos que intentan paliar la fragilidad emocional de su entramado mediante diversas metodologías de educación de las emociones o de gestión emocional, como si fuera algo ajeno o añadido a las dinámicas cotidianas de la cual los adultos ya se encuentran ya debidamente “educados”. Convertida en un espacio curricular como Matemáticas, esta dimensión emocional de la educación es abordada en forma descontextualizada a su ámbito propio, que es el de los vínculos y como si se tratara de una “problemática” que afecta solo a los estudiantes y no una cuestión comunitaria.

Reconocemos hoy que hay un nuevo campo de conocimiento para sumar al desarrollo institucional y de la formación docente. En consecuencia, plantearemos que el primer ámbito de abordaje de los afectos y emociones es la institución como comunidad, en aquello que entrama y enlaza, en sus formas de tratarse y en cómo considera y prioriza a las personas. Es por esto que analizaremos algunos tópicos para alimentar el debate.

La dimensión afectiva de la escuela

Desde sus inicios, como señala Santos Guerra (2004), la organización escolar ha estado despojada de la dimensión emocional dado que la escuela ha sido tradicionalmente “el dominio de lo cognitivo”. En la escuela se pregunta, casi obsesivamente: “¿tú qué sabes?”. Para este autor no es tan frecuente escuchar esta otra pregunta: “¿tú qué sientes?”.

No obstante, como educadores tenemos la certeza de que una educación auténticamente integral asume la presencia constante y la incidencia de un amplio y profundo caudal emocional del que cada uno de nosotros está impregnado. Tan es así que H. Maturana (1992), afirma que en el hacer y el convivir, esa larga conversación, el lenguajear y el emocionar fluyen entrelazados. Para este autor, no hay acción humana sin una emoción que la funde como tal y la haga posible como acto.

Hoy asistimos, como refiere Kaplan (2018) a un furor por la palabra emociones, cuando se trata de educación. Algo bienvenido, por cierto, que ha detonado para esta autora dos tipos de usos discursivos de las emociones, uno de corte mercantilista y utilitario, y otro basado en la racionalidad científica; a su vez, este último campo se ha desplegado desde diversos paradigmas, uno de ellos “reduccionista-biologicista que confronta con uno relacional de corte histórico-cultural”. 

Este interés reciente sobre la dimensión emocional obedece a una multitud de razones que tienen que ver con cambios culturales que hacen a la valoración de la sensibilidad, que deja de ser percibida como un signo de debilidad. Reconocernos humanos es reconocernos dotados de razón y emoción. Enseñamos y aprendemos, convivimos y dirigimos, atravesados por ellas.

Si bien nadie duda respecto a la necesidad de considerar y profundizar la dimensión afectiva de la educación, tema ausente en la formación docente, nos desafían e interpelan estos posicionamientos tan diversos, ya que tienen consecuencia en cuanto a prácticas, conceptualizaciones, abordajes e intervenciones. Estas posiciones, que a menudo confrontan, responden, precisamente a cómo se reconoce e interpreta ese mundo emocional y a la perspectiva educativa que se asume, que, como muchas cuestiones de la educación, oscila desde lo conductista y biologicista a lo social y contextual, sin un intento de integración de miradas. 

En este campo de debate se ha avanzado progresivamente desde perspectivas fuertemente racionalistas que han intentado aislar o desalojar los aspectos afectivos o las implicaciones subjetivas del enseñar y aprender, entendiendo las emociones como reacciones parasitarias o indeseadas que más que aclarar o enriquecer, enturbian y empobrecen la experiencia humana de aprender, hasta su reciente reconocimiento y valoración.

En efecto, Kaplan y Aizencag (2022) comentan que “una peculiaridad de nuestro tiempo es que asistimos a un giro afectivo en el campo educativo que significa posicionar a las emociones y los sentimientos en un lugar central para la comprensión de la trama vincular que se construye en el cotidiano escolar”. Asimismo, estas autoras afirman que, dado que el territorio de lo emocional es objeto de disputa teórica, es necesario “reivindicar una mirada socio-psíquica e histórico-cultural, como la que postulamos simboliza distanciarse de las perspectivas mercantilistas sosteniendo el carácter público y colectivo de las emociones”. 

Esta reivindicación resulta fundamental ante el surgimiento y profusión de propuestas y manuales cuyos fundamentos teóricos son científicamente endebles. Es preciso cuestionar sesgos y simplificaciones. Siendo necesario que los docentes puedan aprender más sobre esta dimensión, para abordar los afectos, emociones y sentimientos desde un enfoque sistémico, integral y comprometido con la subjetividad, la institucionalidad, los vínculos y la cultura como modeladora de las sensibilidades.

La escuela es un espacio de afectos y efectos que se incorporan de múltiples formas, en tanto aprender y enseñar suponen un acto de cognición y emoción imposible de separar

En efecto, podremos urdir intervenciones y propuestas educativas que consideren los afectos, sentimientos y emociones en la convivencia, enseñanza y aprendizaje, sin utilizar simplificaciones, atajos, emojis, o manojos de colores. 

El trabajo serio sobre las emociones tiene que ver con cómo se construye lazo y comunidad, cómo se reflexiona sobre la propia afectividad, cómo se consideran y tratan a las personas y se asumen las contradicciones propiamente humanas. Las emociones cobran su sentido más hondo, expresa Kaplan (2018) precisamente en las relaciones de intersubjetividad, en los vínculos de la convivencia, que es lo que nos hace humanos, en tanto que “las estructuras emocionales y las estructuras sociales son las dos caras de una misma moneda”.

Un enfoque sistémico

Es necesario, entonces, que en los recientes procesos de formación continua de los docentes se pueda problematizar el lugar que cumplen los afectos y las emociones, tanto en el ámbito de la vida pública como en su operatividad en la gestión, reproducción y continuidad de las estructuras de poder que organizan las instituciones (Maddoni, Ferreyra y Aizencag, 2019). Es decir, que ese interés por el abordaje de las emociones no se reduzca a un tópico más de la enseñanza y pueda analizarse en clave institucional.

Kaplan (2018) expresa que desde una perspectiva sociohistórica y cultural, “podemos sostener que la estructura afectiva no es una formación dada, sino que es el resultado de un proceso de transformación cultural de largo plazo”. Esa estructura afectiva se manifiesta en el clima institucional y los vínculos entre docentes y estudiantes, de docentes entre sí, de directivos, comunidad y familias.

La escuela es un espacio de afectos y efectos que se incorporan de múltiples formas, en tanto aprender y enseñar suponen un acto de cognición y emoción imposible de separar. Se trata de un vínculo particular entre docente y alumnos, mediado por la palabra, la mirada, los gestos y las diferentes sensaciones que entre ellos se entretejen; las que posibilitan, en mayor o menor medida, el acceso a los saberes y la participación en los escenarios grupales. (Maddoni, Ferreyra y Aizencang, 2019)

Una de las perspectivas dominantes, de corte biologista, reduce la vida emocional a meras respuestas o reacciones programadas ante determinados sucesos, aún en contra de la evidencia científica de este mismo campo, que afirma que las emociones son construidas y generadas en los vínculos sociales y en el contexto de una cultura, que no son simples, sino múltiples y, a menudo, contradictorias. Puede ser tranquilizador hablar de emociones y cerebro, pero es una forma simplista y sesgada de concebir la complejidad emocional humana y el modelado cultural de las mismas. Estas perspectivas tan en boga buscan una constante “racionalización de las emociones” y adoptan un “estilo emocional terapéutico” (Kaplan 2018) con una insistencia constante en las emociones positivas y en la felicidad a toda costa.

Emociones que humanizan y deshumanizan

El amor, la ternura y el cuidado son claves en todo proceso educativo, como la satisfacción y el sentido de logro. Para Kaplan (2018), desde un enfoque integral, sabemos que “las emociones portan indudablemente un componente biológico pero que no puede escindirse de lo simbólico”, ya que son componentes móviles y dinámicos de las mismas. Indudablemente, para esta autora, hay “una relación dialéctica entre biología y sociedad”. En tanto las emociones “están condicionadas por los contextos sociales no es posible abordarlas si no atendemos la perspectiva relacional de los seres humanos”.

Maturana (1992) señala que vivimos una cultura que ha desvalorizado a las emociones “en función de una supervaloración de la razón”; éstas “no son oscurecimientos del entendimiento” ni mucho menos, restricciones de la razón. Este autor destaca que el amor es la emoción central en la historia evolutiva humana desde su inicio, y toda ella se da en la conservación de un modo de vida, en el amor, en el que la aceptación del otro en la convivencia, es una condición necesaria para el desarrollo físico, conductual, psíquico, social y espiritual normal del niño, así como para la conservación de la salud física, conductual, psíquica, social y espiritual del adulto.

Nuestra afectividad es específica, nutre nuestros procesos de pensamiento, nos permite realizar aprendizajes significativos, crear lazos, desarrollar motivos y relacionarnos con otros seres humanos de forma duradera y profunda. En efecto, a diferencia de otros animales (siguiendo el planteo de Maturana), los seres humanos somos capaces de reflexionar sobre nuestras emociones, expresarlas desde diversos lenguajes, hacerlas trascendentes. Para ello contamos con: 

– El (los) lenguaje(s), la posibilidad de expresar lo que sentimos, de hacer arte de nuestras emociones. 

– La capacidad de reflexionar, de analizar lo que sentimos y de alterar eso que se siente con el uso del pensamiento y la palabra. 

– La trascendencia, es decir, nuestra posibilidad de amar, de llegar al otro con nuestras emociones, de transformar nuestras emociones en sentimientos para establecer lazos duraderos, de la entrega amorosa, de experimentar compasión.

Lo que más nos cuesta a quienes educamos es afrontar otra característica, específicamente humana, que es la contracara del amor. Los humanos tenemos, lamentablemente, capacidad de crueldad. De hacer daño a otro intencionalmente, de suspender la compasión y la empatía, y tratar a otro como a una cosa, de ignorar y ser indiferentes al dolor ajeno. El odio y la crueldad se basan en el desprecio del otro.

Hoy más que nunca nos compete insistir en una pedagogía de la ternura que entrañe una “contrapedagogía” de la crueldad (Segato, 2018); la crueldad reside en todos los actos y prácticas que enseñan, habitúan y programan a los sujetos a transmutar lo vivo y su vitalidad en cosas. Otra forma de crueldad es negar el conjunto de necesidades socioemocionales que experimentamos todos los seres humanos. 

Santos Guerra (2004) señala como necesidades socio afectivas: Necesidad de ser uno mismo. Necesidad de afirmación personal. De realizarse. Necesidad de amar; y de ser querido. Necesidad de seguridad. Y de comunicación: de estar en contacto con el  “otro”. Necesidad de ser libres: Liberación de tipo externo (frente a las coacciones, manipulaciones); libertad de tipo interno (frente a esclavitudes psicológicas). Necesidad de ser fecundos: no sólo hay fecundidad biológica. Hay también fecundidad intelectual, afectiva, social, espiritual… Necesidad de valer por sí mismo: se trata de una necesidad que no depende del conocimiento que se tenga o del dinero que se posee, sino del valor intrínseco de la persona. Necesidad de valer para alguien: necesitamos ser importantes para otras personas.

Hacer comunidad

La pregunta clave es ¿qué consecuencias tiene que esas necesidades socioemocionales no sean tenidas en cuenta?, ¿cómo afecta al clima institucional, al desarrollo profesional y al logro de los objetivos pedagógicos?

Todo ser humano necesita que las instituciones que lo cobijan le ofrezcan un lugar seguro. Y sabemos lo que sucede con niños, niñas y adolescentes, porque vemos cómo florecen cuando son valorados y tenidos en cuenta; o como sufren también la escasa atención emocional, el dolor de ser poco importantes o la negligencia en su cuidado. En los adultos, si bien cuentan con un bagaje emocional más amplio y recursos para afrontar situaciones adversas, un clima emocional hostil afecta sus relaciones interpersonales y su trabajo. Por lo contrario, cuando se siente reconocido y valorado, el adulto experimenta un mayor compromiso con los procesos y resultados a los que considera un logro colectivo.

Bolívar (2013) distingue un conjunto de factores que inciden en el compromiso docente, tanto negativos como positivos. Lo define como un estado voluntario en que la motivación intrínseca hacia los objetivos y valores de una institución (escuela) inspira esfuerzos más allá de las expectativas mínimas. Este autor lo conceptualiza como el “grado de ligazón positiva, afectiva entre el profesor y la escuela”, y destaca que una enseñanza efectiva requiere “una implicación intelectual y afectiva de los profesores, que deben poner en acción sus competencias profesionales”. Así, el compromiso “es la apasionada determinación en la práctica de unos valores, propósitos morales y creencias que aportan significado y energía a la vida y que contribuye a la realización personal y profesional”.

Si bien el clima institucional y del aula es variable, es decir, puede tener días o momentos de bienestar o malestar, hay una suerte de tono emocional relativamente persistente que tiñe la vida institucional y que percibimos como un ambiente o entorno.

Indudablemente, la pobreza, precariedad u hostilidad de las condiciones materiales puede afectar el bienestar que surge de los lazos y vínculos, aún los más amorosos. Por ejemplo: un aula expuesta a sonidos y ruidos permanentes afectará a docentes y estudiantes generando irritación, molestia, disgusto y distracción; lo mismo que un aula estrecha, calurosa o mal ventilada. También afecta la inseguridad, el destrato o la conflictividad. Y podemos agregar sensaciones y sentires como el hambre, la sed, el sueño, la incomodidad ante ciertos estímulos que no podemos filtrar.

Si bien la gestión educativa y la docencia son expertas en capear condiciones materiales limitantes, es necesario tener energía para sostener el esfuerzo de conservar ciertas condiciones pedagógicas y didácticas estimulantes y motivadoras. 

Un entorno emocionalmente saludable es, en primer lugar, un espacio físico que, si bien puede ser muy modesto, es acogedor, es decir, que nos ofrece en donde podemos concentrarnos, escucharnos y ocuparnos de enseñar y de aprender, como de otras necesidades emocionales que se dan en la interacción, el juego, el humor, el intercambio de ideas, la colaboración y el diálogo.

En segundo lugar, es un espacio en donde podemos experimentar confianza y seguridad; no nos sentimos amenazados o preocupados por la mirada de otro, ya que la sabemos considerada, amorosa, compasiva o por lo menos respetuosa.

En tercer lugar, es un escenario en donde nos podemos expresar con libertad, cometer errores y aprender de ellos, decir lo que sentimos, ser escuchados y tenidos en cuenta, valorados en nuestra diversidad. 

En cuarto lugar, es un espacio en donde se puede discrepar, vivir y sentir diferente a la mayoría, en donde se afrontan y analizan los conflictos con la pretensión de que nos enriquezcan más que destruir las relaciones, en donde se repara el daño y se restaura la confianza.

La institución, con su dinámica y su clima, tanto favorable como frío u hostil, deja huella en sus integrantes, socializa y forma a sus docentes en modos de hacer y de querer su trabajo. Cabe destacar que, como miembro de una comunidad, cada uno contribuye con su propia afectividad a configurarlo. No es un turista sino un miembro activo y sustantivo que aporta su experiencia, saberes y emociones que se integran a una trama colectiva que les dará o no cabida. Aun así, siendo corresponsable del clima institucional, muy difícilmente puede morigerar los efectos de modos de gestión y de convivencia adversos. 

La institución, con su dinámica y su clima, tanto favorable como frío u hostil, deja huella en sus integrantes, socializa y forma a sus docentes en modos de hacer y de querer su trabajo.

En efecto, una gestión errática y la desconfianza en el trabajo de equipo, privilegios, autoritarismo y competitividad desgastan a los docentes, los desmotivan, les inoculan el miedo a experimentar e innovar, los hacen inseguros, dependientes y distantes, les genera ansiedad o enojo, y los habilita a dejar de lado las necesidades reales de sus estudiantes. En esto también reconocemos el carácter “formativo” de las instituciones.

Una educación inconsistente o que, en nombre de los afectos, resulte laxa o permisiva, desalienta el desarrollo socioemocional y disminuye significativamente el nivel de tolerancia a la frustración. Confundir la preocupación por la afectividad con negligencia en cuanto a límites que educan es descuido.

En síntesis

El aprendizaje y la enseñanza son una actividad muy exigente en todas sus dimensiones, desde lo físico, lo cognitivo, lo social, y lo emocional.

Y generar una escuela “emocionante” que socialice profesionalmente a sus docentes implica, como punto de partida, pensarnos como una comunidad con un proyecto común y conformada por sujetos con necesidades socioemocionales cuya satisfacción decanta en una mayor eficacia en el logro de sus resultados. En términos de institucionalidad es preciso que la consideración de esta dimensión emocional no derive hacia una perspectiva terapéutica, pues no es su función. Que esté enfocada en el bienestar y la convivencia solidaria y amable le permite concebirse como posibilitadora y potenciadora de enseñanzas y aprendizajes. Tampoco debe exigirse un estado de euforia continua y desborde entusiasta, aferrada a las mal llamadas emociones positivas, pues todas son parte de la experiencia humana. La calma, la escucha atenta, el humor, el respeto y el reconocimiento, nutren la vida en comunidad, como también el afrontamiento de conflictos que inevitablemente atraviesan cualquier institución.

Una escuela emocionante es capaz de conmover, de movilizar aquello que nos hace colaborar e implicarnos.

Los sentimientos de pertenencia, de compromiso, de bienestar y de capacidad para afrontar la adversidad, son mucho más complejos que emociones esporádicas. Los entramados afectivos de las escuelas se basan, sobre todo, en sentimientos que crean lazos. Diversos autores hablan hoy de “educación sentimental”, ya que las emociones son fugaces; lo perdurable son los sentimientos que se construyen a partir de esas emociones. Esto nos permite crear lazos profundos, en una época de volatilidad y liquidez de las relaciones.

Gran parte de la tarea que hoy nos compete como educadores es ir contra esa fragilidad de los vínculos, del otro concebido como desechable. Asimismo, hacer una inmensa tarea para desmontar los dispositivos sociales y culturales que habilitan la crueldad, bajo formas de intolerancia y desprecio. En este sentido, lo que realmente hay que educar son las ideas, creencias o concepciones que generan esas emociones, como, por ejemplo, el odio que resulta del racismo. No debemos olvidar nunca que, niños, niñas y adolescentes aprenden a mirar y tratar a los demás como son mirados y tratados. Resulta incoherente implementar un programa de educación emocional para los estudiantes, con actividades y ejercicios para el aula, cuando el equipo docente padece, la institución arde o tiene un clima en donde el malestar es acallado, o cuando la empatía termina con el timbre del recreo. Importa qué se siente o cómo se siente enseñar, cómo se concibe el estudiante y qué nos moviliza. Cuáles aspectos o factores nos generan sentimientos de inseguridad, desconfianza, preocupación. Qué de la institución nos motiva y compromete, qué nos desanima.

Cabe destacar que resulta importante y a la vez difícil sostener el clima institucional, crear microclimas y ecosistemas institucionales emocionalmente saludables, cuando las instituciones en las cuales trabajamos se encuentran indefensas ante una cultura que las deslegitima y pone en cuestión la educación. En contextos de crisis, la escuela apunta a constituir un espacio alternativo de convivencia pacífica, reflexión y desarrollo – más que un receptáculo de una sociedad que en su conjunto presenta innumerables y siempre renovadas violencias.  Para cualquiera que forme parte de la comunidad educativa son fundamentales los gestos de bienvenida, de hospitalidad, de esperanza y de disponibilidad, (Coronado, 2023) 

– Bienvenida: Espera. Acogimiento Apertura. – Hospitalidad: Pertenencia. Apoyo. Acompañamiento. – Esperanza: Optimismo. Confianza en las capacidades. – Disponibilidad: Estar abiertos a aprender. Estar abiertos a escuchar

Blejmar (2006) señala que una de las características de esos climas emocionales y estados de ánimo es que se contagian. Es decir, nos conmueven, nos movilizan, nos afectan y afectan a aquellos con los que tratamos, en este caso, nuestros estudiantes. Este autor considera que un gran desafío para los que gestionan es contribuir al “diseño de ambientes estimulantes haciendo de la emocionalidad un aliado en la búsqueda del logro colectivo”. Ambientes que dan forma y motivan el desarrollo profesional docente.

Referencias

Blejmar, B. (2006) Gestionar es hacer que las cosas sucedan.  Noveduc. Bisquerra Alzina, R. (2009) Psicopedagogía de las emociones. Bisquerra Alzina, R. y López-Cassà, È. (2021). El cultivo inteligente de las emociones morales en la adolescencia. Revista Española de Pedagogía, 79 (278), 103-113. Bolívar, A. (2013) La lógica del compromiso del profesorado y la responsabilidad de la escuela. Una nueva mirada. REICE. Revista iberoamericana sobre calidad, eficacia y cambio en la educación. 11(2), 60-65. Coronado, M. (2023) Claves didácticas para renovar la enseñanza. Noveduc. Kaplan, C. (2019). Emociones y educación: una relación necesaria en debate. U. de La Plata. Fac. de Humanidades y Ciencias de la Educación. I. de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales (UNLP CONICET). Kaplan, C. (2018). “La naturaleza afectiva del orden social. Una cuestión rezagada del campo de la Sociología de la Educación”. Sudamérica. Rev. de Ciencias Sociales, 9, (pp.117-128). Kaplan, C.; Aizencag, N. (2022) Teoría de las emociones en el campo educativo. Lecturas desde mujeres- Entramados, Vol. 9, No12, julio – diciembre 2022, pp. 7-18. Maddonni, P., Ferreyra, M. y Aizencang, N. (2019) “Dando vueltas por el mundo de los afectos y emociones”. Revista Deceducando, Edición Digital. Nro 6: Sobre el discurso de las emociones en la escena escolar contemporánea. Maturana, H. (1992) Emociones y Lenguaje en Educación y Política. Segato, R. (2018) Contra-pedagogías de la crueldad. Prometeo.

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