“¿Cómo hace la escuela para trabajar en conjunto con la familia? ¿Con qué estructuras cuenta para esto, más allá de citar a los padres y anoticiarlos de las complejas decisiones que está tomando su hijo?” Escribe el licenciado Ramiro Pino. Psicólogo, magíster en adicciones y en políticas públicas. Trabaja en el Hogar de Cristo y durante muchos años también trabajó en los colegios Jesuitas, emprendiendo y coordinando Programas integrales de Prevención de Adicciones.
Una situación posible en nuestra escuela…
Francisco es un alumno de 17 años de un colegio privado, doble turno, ubicado en el barrio de Congreso. Vive junto a su padre, su madre y su hermano dos años menor, en el departamento de la familia. Los vínculos en la casa son aparentemente buenos. Tiene un grupo consolidado de amigos, son como ocho en total. Juega al fútbol en un club de la zona, donde también tiene otro grupo de amigos con el que, de vez en cuando, se juntan por fuera de la actividad deportiva.
Pese a que su vida parece no mostrar altercados, para Francisco este año no fue bueno. Comenzó organizado con el estudio y los exámenes, pero a medida que avanzó el año se fue desordenando. Empezó a ir a fiestas electrónicas, y de vez en cuando se iba luego de ellas a dormir a casa de los amigos. Volvía recién al atardecer del otro día, con mucho aspecto de cansado. Además de eso, comenzaron haciendo un “prode” con los amigos de fútbol, a partir del que habían hecho el año pasado para el mundial. Eso llevó a que varios del grupo, entre ellos Francisco, se abrieran una cuenta en una aplicación de apuestas on-line relacionada al fútbol. Algunas veces ganó algo de dinero, pero si uno hace la cuenta, es más lo que fue perdiendo. A veces no almuerza en el colegio y guarda el dinero que los padres le dan para poder apostarlo en la aplicación.
Últimamente está más desmotivado con las materias. Su padre lo atribuye a la adolescencia, pero su madre está preocupada. Por un llamado del preceptor, se anotició de lo de las apuestas on-line, y se da cuenta que cuando van a las fiestas electrónicas deben estar consumiendo alguna sustancia, porque es llamativo el nivel de cansancio con el que vuelve. Le prohibió ir a dormir a lo de amigos luego de alguna fiesta, y también están limitando el uso del teléfono celular. Es muy difícil de abordar esto, y muy angustiante para los padres, porque tampoco quieren revisar su teléfono constantemente, ya que lo ven como una invasión a la privacidad.
En la familia, hay cierto miedo de que Francisco se esté metiendo con cosas que luego no sepa manejar, y que pueden desorganizar su vida. ¿Cómo hacen para abordar esto? ¿Cómo hace la escuela para trabajar en conjunto con la familia? ¿Con qué estructuras cuenta para esto, más allá de citar a los padres y anoticiarlos de las complejas decisiones que está tomando su hijo?
El contexto actual y la necesidad de replantear nuestras estructuras
Hoy vivimos una transición en la forma en que organizamos las instituciones en nuestra sociedad. Especialmente, aquellas instituciones productoras de subjetividad, pensadas para brindar un aporte al desarrollo humano de quienes allí concurren: escuelas, clubes, hospitales, centros comunitarios, etc.
Es que aún heredamos estructuras de una sociedad que en algunos sectores se añora, pero ya no es. Todavía seguimos pensando a la familia como el núcleo básico de nuestra sociedad, compuesta por adultos responsables que además de desempeñar sus rutinas para el sostenimiento económico del conjunto familiar, se ocupen de la crianza y el desarrollo de sus hijos e hijas. Y junto a ello, algunas instituciones socializadoras que brindaban servicios que anclaban en esa función de la familia como la instrucción académica y la formación cívica por parte de la escuela.
Sin embargo, es cada vez más la porción de nuestra sociedad que ya no logra esa organización, y probablemente la familia (en sus variadas configuraciones) sea un valor a redescubrir y recuperar. Esto se da por el impacto de las sucesivas crisis económicas, por la volatilidad relacionada al empleo y a la capacidad del trabajo de proponer un medio para satisfacer las necesidades, y por distintos influjos culturales que inciden sobre el tejido social. Vemos cada vez más grupos familiares desmembrados, adultos sin trabajo estable, sin una rutina que organice la cotidianeidad de la vida y además sea un ejemplo para quienes crecen en ese núcleo familiar. Vemos cada vez más niños y niñas que carecen de cuidados básicos, con sus tejidos sociales desmembrados, hijos de familias que debido a múltiples circunstancias (crisis económicas, culturales, humanas y personales) no logran ejercer las funciones de crianza y cuidados necesarios para un adecuado desarrollo humano integral.
Sumado a esto, el impacto de la tecnología ha sido enorme. ¿Cuánto ha limitado nuestra capacidad de diálogo? ¿Cuánto ha limitado nuestra capacidad de encontrarnos y conversar mirándonos a los ojos? ¿Cuánto ha impactado en nuestra comunicación, en mirarnos unos a otros, en percibirnos? ¿Cuánto más educan hoy a nuestros niños TikTok o Instagram que sus padres? ¿Qué capacidad de diálogo con nuestros hijos conservamos? Creemos que podemos comunicarnos escribiéndonos mensajes, enviándonos audios que a veces no escuchamos (o lo hacemos aceleradamente), y que muchas veces siquiera respondemos. Estamos muchas veces absorbidos por contenidos digitales que evitan que podamos mirarnos, encontrarnos, dialogar, percibirnos, corregirnos, ayudarnos a crecer. Todas circunstancias a las que nos desacostumbramos, que muchas veces nos resultan difíciles y cada vez nos producen mayor ansiedad.
Para agregar a todo esto, el impacto de la sociedad del consumo y el rendimiento en nuestra cultura actual. Hoy, la modificación en la cultura económica es enorme. Vivimos inmersos en el imperio de la cultura del consumo. La meta en nuestra vida, propuesta por la sociedad, es la de consumir bienes y servicios. Nos organizamos para ello, trabajamos para ello, nos servimos de nuestro tiempo e incluso del de los demás para eso. Para disfrutar “un rato” de eso. Y eso otorga importancia, estatus social. El que no puede alcanzar cierto nivel adquisitivo para el consumo de algunas cuestiones, es invadido por sensaciones de fracaso, desolación, e incluso depresión. Nos vinculamos con todo mediante el consumo, con una lógica de: acumulo para lograr comprarlo, lo uso, aprovecho su impacto/efecto, y luego lo descarto. Ya sea por inmediatez del efecto, porque pierde atractivo, o porque mi deseo ya migra a otra cuestión.
Y, en este caldo de cultivo, vemos hoy un aumento exponencial en la prevalencia de las afecciones en la salud mental, especialmente en las adicciones. Son una patología producto de nuestra cultura. Si vivimos deshumanizadamente, si los vínculos y las personas son medios para un fin que es consumir (ya sea bienes, servicios, cultura, o lo que sea); ¿por qué nos asombra lo que sufrimos las personas en nuestra sociedad? ¿Por qué nos asombra la cantidad de personas que sufren trastornos de pánico, de ansiedad, de estrés, o depresivos? ¿Por qué nos asombra la cantidad de sustancias psicoactivas que se consumen, y la cantidad de personas que van sumiendo sus vidas en una adicción? Pareciera ser el destino al que nuestra forma de vivir nos lleva. Pero aún no logramos abrir los ojos. Tal vez porque no queremos verlo, tal vez porque detrás de la cultura del consumo hay un enorme negocio cuya publicidad trata de desligar de la producción de una cultura inhumana del descarte y la desmesura. O seguramente por todas estas razones y muchas otras, en la lógica de problemas complejos que admiten multicausalidad.
En esta realidad compleja surge para la escuela un desafío enorme: el de producir subjetividad. El de crear vínculos con suficiente impacto emocional que permitan a quienes allí asisten crecer y desplegarse en un encuadre humano, que ofrezca un lugar diferente al que la cultura actual nos permite.
Vivimos en una sociedad que ha cambiado mucho. Que hoy nos deshumaniza, nos desvincula pese a conectarnos. Que nos lleva al abismo humano en el que nuestras subjetividades sufren y muchas veces se quiebran. Que produce personas que sufren cada vez más en su salud mental, y adicciones que son comportamientos cada vez más comunes. Sociedad de consumo en la que cada vez hay más consumidores pero menos libres y más dependientes. ¿Cómo hacemos para llevar desde nuestras instituciones una propuesta actualizada, humanizante y sana? ¿Cómo hacemos para crear salud mental y vínculos mejores? ¿Cómo ayudamos a nuestra sociedad a sanar y producir esquemas culturales más humanos?
Aquí aparece la necesidad social de crear una escuela mejor para este desafío. ¿Se ha adaptado la escuela a esta realidad? ¿Cuánto logramos modificar nuestras prácticas institucionales para que la escuela sea un lugar humanizante? ¿Cuánto logramos modificar nuestras estructuras organizacionales pese a sus rigideces? ¿Hemos readaptado los roles y funciones de los actores de la institución para modernizarnos y adaptarnos a este nuevo contexto? ¿Por qué seguimos viendo roles que tienen más de 40 años en nuestras estructuras, muchas veces realizando las mismas tareas? ¿Qué huecos genera nuestra organización institucional y no podemos cubrir? En este contexto, una pequeña propuesta es muy interesante para empezar a recorrer este camino…
Un punto de partida
En esta realidad compleja surge para la escuela un desafío enorme: el de producir subjetividad. El de crear vínculos con suficiente impacto emocional que permitan a quienes allí asisten crecer y desplegarse en un encuadre humano, que ofrezca un lugar diferente al que la cultura actual nos permite. Vínculos humanizantes para humanizarnos.
Pero, ¿cómo hace la escuela para abordar este desafío junto a los tamaños desafíos que ya tiene? Es que, en la cabeza de un director de escuela, o de un docente, lo que más ocupa hoy la energía tal vez no es esto. Y, seguramente, está bien que sea así, porque hay cosas que aparecen como emergencia. Desde organizar la economía escolar para poder pagar sueldos y refacciones, hasta abordar urgencias de disciplina que acontecen en los estudiantes, hasta evaluar docentes y sugerir prácticas para incorporar tecnología en las aulas y adaptar las propuestas pedagógicas a las subjetividades actuales, entre otros. He aquí una propuesta, que nace de experiencias en distintos colegios que ha dado muy buenos resultados: el Programa de Prevención de Adicciones.
Uno de los mayores desafíos hoy para la escuela es trabajar en la prevención de cuestiones relacionadas a la salud mental, y según el diagnóstico que nuestra sociedad y cultura nos permiten hacer, la prevención de las adicciones es algo fundamental. Pero ¿tiene sentido trabajar la prevención de algo que nace en la ruptura del tejido social de las personas mediante iniciativas aisladas, puntuales e inconexas respecto al resto de la propuesta institucional? ¿No estamos equivocados en la forma de plantearlo? Por eso, en nuestra lógica, es fundamental pensar cómo encarar la prevención de las adicciones desde estructuras novedosas.
La propuesta de un Programa de Prevención de Adicciones implica un trabajo planificado, sostenido en el tiempo, que se evalúa luego de cada ciclo lectivo para planificar nuevamente el siguiente en base a lo evaluado. Un trabajo donde no hay un solo actor que interviene, sino que es transversal al resto de iniciativas, donde toda la estructura institucional participa.
En él se debe trabajar con tres objetivos claros: fortalecer la red de vínculos humanizantes de los alumnos; ayudar a los alumnos a construir deseos respecto a sus proyectos de vida hacia el final de la escolaridad; y velar porque la vida de los alumnos sea ordenada y equilibrada.
Para ello, el criterio de salud-enfermedad (que nos permite ver qué es lo saludable y qué no lo es) debe ser el homeostático, es decir, que en la vida de las personas haya equilibrio, haya un lugar para cada cosa. Además, los actores con los que se debe trabajar son todos: alumnos, docentes, preceptores, tutores, directivos y, sobre todo, familias.
Sumado a esto, es bueno trabajar la inclusión de contenidos en las asignaturas para informar adecuadamente sobre las adicciones, sobre el consumo de sustancias psicoactivas, de pantallas, de apuestas, entre otras cuestiones. Ofrecer espacios de formación a los docentes para capacitarse sobre estas cuestiones, así como sobre el diagnóstico precoz de situaciones que pueden observarse mediante el despliegue del espacio áulico.
Trabajar también las redes dentro de la estructura organizacional. Repensar roles y funciones que a veces están ligados a lo administrativo y son personas que pueden desplegar tareas más relevantes respecto al desarrollo humano de los alumnos, como es el caso de los preceptores. Muchas veces son quienes más comparten con ellos, quienes más dialogan, pero aún no tenemos estructuras que permitan poner de realce eso como el centro de su rol humanizante, y los seguimos percibiendo como actores relacionados a la organización de la escolaridad: la disciplina, autorizaciones, boletines, etc. Gestionar formas de circulación de la información, sobre todo para que cualquier docente tenga a quien recurrir para pensar la intervención sobre algún alumno, en el caso en que perciba alguna cuestión problemática o preocupante.
Y trabajar además la oferta de espacios educativos que exceden al aula: deportes, espacios artísticos, recreativos, culturales, propuestas pastorales. Así, la mirada no se centra en la sustancia o en el desorden, sino en ocuparse de promover un cuidado integral de la vida de los alumnos, de todo lo que no es la droga o los comportamientos desordenados cuando de prevención primaria se trata, y de ocuparse en forma inteligente, organizada, delicada y profesional de ellos cuando aparezcan.
Desde esta lógica, un programa de prevención de adicciones es una estructura para responder a un problema que emerge de nuestra cultura actual. Aparece como una posibilidad para generar estructuras novedosas que permitan a la escuela adaptarse a la sociedad, abordando problemáticas complejas, dedicando tiempo a generar vínculos humanizantes, e intentando romper sus rigideces y fragmentación para lograr una propuesta flexible, personalizada y personalizante, capaz de cuidar la vida y promover un desarrollo humano integral.