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Habilitar desde la palabra y la escucha

El segundo objetivo del pacto educativo global habla de “escuchar la voz de los niños, los adolescentes y los jóvenes”. Entonces “¿qué función cumple la escuela para las nuevas generaciones? ¿Cómo escuchamos lo que les ocurre?”. La mirada del licenciado Fernando Bertonati, Apoderado Legal de los colegios del Arzobispado de Mendoza, introduce las reflexiones y experiencias de este número; una contribución para mirar también el lugar del adulto – educador.  

Tanto la palabra como la escucha se han devaluado en el tiempo de la imagen. Sabemos que la imagen no es todo. Pero tanto la palabra, que nos permite ser y estar en este mundo, como la escucha, son unas de las mejores y más transformadoras intervenciones humanas, en especial en la educación. Para entender a las nuevas generaciones, para hacer lazo social con éstas, para poder educarlos y “cuidarlos” (palabra que me encanta), es un imperativo saber escuchar. 

Poder vincularse con el otro, parte de un encuentro que podríamos denominar transferencia. Cuando esta transferencia es buena, se establece un vínculo significativo con la otra persona. Y en el caso de los niños y adolescentes, yo diría que es fundamental, porque una buena transferencia posibilita el encuentro. Ese encuentro da lugar a que ese niño o niña, ese adolescente, tenga un lugar donde ser alojados. Lugar en el que transita la palabra y se interviene desde la escucha. Una escucha que acoge, que no juzga, y que busca encontrar respuestas a las nuevas preguntas que estos tiempos nos plantean a todos. 

Cuando se establece este vínculo del que hablamos anteriormente -una buena transferencia- los niños y adolescentes se acercan a nosotros sabiendo que algo no saben. Si bien tienen un protagonismo en el mundo tecnológico, hoy más que nunca, en donde los adultos quedamos muchas veces perplejos y exigidos a actualizarnos, ellos buscan un saber no sabido en el mundo adulto. Buscan una respuesta, o varias, a los interrogantes de un mundo que es por definición complejo. Y no estar allí, no generar espacios de apertura, no proponer la escucha como intervención, es dejarlos sin lugar. No exagero cuando digo que quedan al borde del desamparo. Y son estos niños, niñas y adolescentes los que luego en la vida adulta nos consultan a los psicólogos, los que hacen síntoma en la vida, los que dan vueltas sobre los mismos temas repitiendo el malestar. 

Hoy más que nunca los niños y adolescentes buscan un saber no sabido en el mundo adulto. Buscan una respuesta a los interrogantes de un mundo que es por definición complejo. No estar allí, no generar espacios, es dejarlos sin lugar.

¿Cómo escuchamos lo que le ocurre a nuestros niños, niñas y jóvenes? Es una buena pregunta. Hay muchas formas de decir las cosas. No siempre se puede poner en palabras lo que nos pasa, en especial en los niños y adolescentes. Puede que, muchas veces, nuestro escuchar esté obturado por prejuicios, preconceptos, que no nos permiten dar lugar al pedido del otro. ¿Qué le pasa? ¿Por qué actúa así? ¿Cuál es el porqué de su silencio? Este es el inicio del escuchar: preguntarse. No se trata de acceder a un diagnóstico, sino de propiciar un vínculo. 

Siguiendo las lecturas que algunos especialistas me recomendaron, consideremos lo que dice Piera Aulagnier (1988), en donde explica que el cachorro humano nace y se constituye dentro de un universo habitado por otros, semejantes y próximos, sin cuya asistencia no sobreviviría: para que el cachorro humano se humanice depende de Otro/adulto que lo sostenga, función clave que ejerce la escuela al constituirse en ese Otro, que lo empuja al trabajo, al estudio, al mundo adulto. Su mundo interior, en la confrontación con el mundo externo, van haciendo que sea quien tenga que ser. De allí la importancia del aprendizaje y, dentro de este, de lo social como motor del desarrollo, de lo que se inscribe en la vida del sujeto a partir de éste. Por eso la escucha no es sólo un “hacer como que…”, es intervenir, es hacerse tiempo, es posibilitar. 

Cuando Anne Doufurmantelle (2022) habla de la dulzura y el cuidado dice: Si la atención de la dulzura, en el sentido en que la entendía Patocka del “cuidado del alma”, señala hacia nuestra responsabilidad de ser humano para con el mundo que nos rodea, los seres que lo componen y hasta los pensamientos que en ellos ponemos, incluye una relación de familiaridad con el animal, con el mineral, con el vegetal, con lo estelar. 

Entonces ¿Cuál es la función que cumple hoy la escuela para las nuevas generaciones? Cumple una función fundamental: la de constituirse en ese Otro que aloja, que da lugar como institución, que permite que circule la escucha y la palabra. Se constituye en un espacio clave para el desarrollo psíquico y existencial del sujeto. Las escuelas deben hoy “Cuidar” a los niños, niñas y adolescentes y posibilitarles el desarrollo, para transitar una vida posible, una vida humana, en un mundo cambiante.   

Hay muchas formas de llamar a las nuevas generaciones. No es nuestro propósito etiquetar o catalogar. Sabemos que los niños, niñas y jóvenes habitan un mundo en donde lo tecnológico forma parte del sujeto, donde lo virtual parece ser parte de la identidad. Como dice la psicoanalista mendocina Hilda Karlen, los hijos quedan ubicados en un lugar donde los padres (los adultos) no participan. Se sostiene que es el adulto el que tiene que saber qué hacer con estos “nuevos sujetos”, como si eso los ubicara en otra categoría de personas. Lo cierto es que el adulto tiene que estar allí y ese niño, niña, adolescente, espera y necesita que así sea. No estar es dar lugar a un vacío en el otro. Es dejar solos a estos chicos y chicas en desarrollo, en crecimiento.  

Uno de los riesgos actuales es que el adulto se borre. Porque ocupar hoy el lugar de adultos ha pasado a ser un desafío. Pero este lugar es fundamental para que se produzca el pasaje a la vida adulta. Ese pasaje siempre lo posibilita un adulto (padre, madre, docente). Pero tiene una exigencia: sostener. Sostener la asimetría. Es un requisito fundamental para que algo de este pasaje se produzca. Un ejemplo común, que se ha naturalizado en las escuelas, es que los estudiantes llaman a los adultos por su nombre. Recuerdo que mi hijo de ocho años se refería hace un tiempo a su directora en una frase: “estuve con Matilde”. A lo que corregí, estuviste con tu directora. La tan necesaria asimetría, que permite el pasaje, comienza a romperse desde el lenguaje. ¿Cuántos niños y niñas desde pequeños llaman a sus papás y amás por sus nombres y no por sus roles?

 Otro tema fundamental es el desamparo estructural, la vulnerabilidad, la prematurez con la que nacemos. Desde ese punto podemos pensar la necesidad de los cuidados. La misma Anne Dufourmantelle (2022) dice: En el comienzo, animales y humanos pasan por los mismos estadios. Sin cuidados ¿sobreviviría un recién nacido? ¿No es preciso que esté protegido, rodeado, que sea hablado, pensado, imaginado, para que pueda realmente llegar al mundo? ¿Qué deviene cuando la dulzura falta absolutamente?… hablar de la vulnerabilidad de los seres de manera inédita. Hacer los gestos apropiados para frenar la enfermedad, cerrar la herida, apaciguar el dolor: el cuidado está asociado desde el inicio de la humanidad a la dulzura. 

Estas ideas pueden articularse con lo que Perla Zemanovich propone bajo la idea de amparo subjetivo. En dónde no sólo es necesario un amparo material, sino un amparo simbólico. De eso se trata escuchar. De dar asilo a la subjetividad del otro. De generar un lugar a la subjetividad del otro, evitando el desamparo. La función adulta es imprescindible para no dejar al niño, niña o adolescente librado a la deriva.  

Recuerdo una experiencia en una escuela ubicada en un contexto vulnerable. El director era realmente un referente de los adolescentes. Una adolescente había sido expuesta a una situación de extrema violencia por tener una discusión con una compañera. El padre de ésta la había amenazado, corriendo verdaderamente riesgo. La niña de 14 años salió llorando de la casa de su compañera en un estado de angustia y caminó hacia la escuela a buscar a su director. Ella sabía que en el contraturno él estaba. Y le contó lo sucedido. Éste ya le había dado lugar desde lo simbólico, porque de no ser así, la niña no le pediría auxilio. La escuela la alojó. También se activaron los protocolos y se la puso a salvo. Para esa niña, la escuela, en especial el director, eran quienes le daban asilo en lo simbólico y un lugar para el lazo social y el cuidado. Lo primero que se hizo en esa escuela fue escuchar a la chica. Era lo primero que necesitaba. 

Se trata de habilitar desde la palabra, para que esta circule. Tiene que ver con dar lugar al otro, conocer su opinión y tenerla en cuenta a la hora de tomar decisiones que involucran la vida, en especial la vida familiar y la escolar. Es habilitar el juego que posibilita al otro a una subjetividad vivida desde el sentido, la escucha y la palabra. Esto nos habilita a un interrogante con el que tendríamos que terminar, y que también funciona como apertura de lo que tenemos que pensar: ¿Deberíamos interpelarnos, en el centro de nuestras propias instituciones, sobre en qué medida somos posibilitadores de la subjetivación del otro? Más simple: ¿Damos lugar a la palabra y a la escucha que acoge y posibilita?

Fuente: Fernando Bertonati es Profesor en Filosofía. Licenciado en Psicología. Diplomado en Psicoanálisis y Docente Universitario. Contacto: fernandobertonati@gmail.com

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