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Novedades

La fe de Manuel Belgrano

«Que no se mueve la hoja de un árbol sin la voluntad de Dios”

La correspondencia epistolar y los partes de guerra por la Independencia revelan la estatura humana del general Manuel Belgrano. Un hombre que, ante la realidad de las campañas militares, experimentó la propia desproporción, indicando a todos que la mano de Dios los dirigía para llenar sus justos deseos.

Las interpretaciones en clave religiosa se volvieron recurrentes para explicar la inestabilidad y los distintos sucesos de la guerra por la independencia. Entre la devoción de soldados y oficiales provocada por la propia incertidumbre de las batallas y el resultado de las mismas; desde salir airoso a sufrir heridas de gravedad, o incluso morir, Manuel Belgrano vivió e interpretó esas circunstancias. 

El inevitable impacto con la realidad le dio a este protagonista algo muy grande: la experiencia de la propia desproporción que exaltó su verdadera estatura humana e hizo que irrumpan preguntas sobre el sentido de la vida, comprendida como una aventura aún mayor, intensa y decisiva. 

 Belgrano no dudó en reafirmar y reconocer en forma pública la ayuda sobrenatural recibida en la Batalla de Tucumán y en el parte detallado que envió al gobierno, indicó a todos que la mano de Dios los dirigía para llenar sus justos deseos. 

Podría alegarse que realizaba esas manifestaciones con la voluntad de sacralizar la causa que lideraba, generando así nuevos adeptos. Sin embargo, en cartas personales y privadas transmitía el mismo sentir. En una misiva enviada a su primo Francisco Martínez Villarino, le manifestaba: Mi querido Pancho: “salimos bien porque Dios es quien protege nuestra causa, y Él se ha encargado de dirigirla”. 

Escribía a San Martín: “Acuérdese usted que es un General Cristiano, Apostólico Romano; y cele de que, en nada, ni aún en las conversaciones más triviales, se falte al respeto de cuanto diga a nuestra Santa Religión; tenga presente no sólo a los Generales del Pueblo de Israel, sino a los de los Gentiles, y al gran Julio César que jamás dejó de invocar a los Dioses inmortales, y por sus victorias en Roma, se decretaban rogativas: se lo dice a V. su verdadero y fiel amigo”.

Entre el triunfo de Tucumán y la misiva dirigida a San Martín transcurrió alrededor de un año y medio. En ese tiempo, Belgrano sufrió los avatares de la inestabilidad política y militar con su enorme capacidad de alterar honores, reputaciones y carreras. El éxito en tierras tucumanas fue continuado, cinco meses después, por el triunfo en la batalla de Salta. 

Como forma de comunicar el resultado, rescató y ofrendó cinco banderas “realistas” a diferentes templos: a la iglesia de Tucumán —para ser colocada en el altar de Nuestra Señora de la Merced—, dos a la Catedral porteña y las restantes a la Virgen de Luján. 

En ese entonces, la Virgen de Luján no era tanto una devoción autónoma, sino la principal imagen de la Inmaculada Concepción en la región bonaerense. 

A principios de 1820, cuando Manuel Belgrano estaba ya muy enfermo, regresó a Buenos Aires. Tiempo antes había escrito en su autobiografía: “solo me consuela el convencimiento de que siendo nuestra revolución obra de Dios, Él es quien la ha de llevar hasta su fin”. 

Belgrano continuó su obra hasta el final, dejándose transformar en mendigo de Aquel que es capaz de cambiar al hombre y hacer nuevas todas las cosas.

Tal como lo había dispuesto antes de morir, su cuerpo fue enterrado en el templo del convento de Santo Domingo. Junto a sus padres Domingo y María Josefa González Caseros, y sus hermanos mayores Carlos José y María del Rosario. No se trataba de decisiones individuales: la familia Belgrano había elegido vivir y morir enlazada con esta otra familia, la de los frailes dominicos. 

FUENTE:  Biblioteca del Congreso de la Nación (2020). María Elena Barral. Investigación –CONICET-. De un artículo que analiza la dimensión religiosa en la vida de Manuel Belgrano y las transformaciones que experimentó en la guerra revolucionaria. La cita del título corresponde a una carta de Belgrano dirigida al Gral Martín Güemes. (Libro de Lucía Gálvez) 


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