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Editoriales

Educar después de la pandemia

P. José Alvarez
Presidente del CONSUDEC

El virus que ha sustituido al “enemigo” clásico de la fe (la ilustración), no ataca directamente o no tiene como objetivo directo la “naturaleza espiritual” de nuestra persona, no mina los fundamentos históricos de la revelación cristiana, no pone en cuestión la razonabilidad de la fe; este virus neutraliza, como jamás lo había hecho el anterior “rival”, los movimientos del mismo “yo”, amenaza su misma consistencia.

Atravesamos una época de una peligrosidad extrema. El Papa ha dicho que el peligro más grande para el hombre no es la esclavitud física, sino la eliminación de la posibilidad de comportarse como hombre. Vivimos una época en la que las cadenas no se llevan en los pies, sino que impiden los movimientos más originales del yo y de la propia vida.

Sobre la palabra «yo» existe hoy una gran confusión, y sin embargo es de primordial interés comprender qué es mi sujeto. Porque mi sujeto, de hecho, está en el centro, en la raíz de todos mis actos (acto es también un pensamiento). La acción es la dinámica mediante la que yo entro en relación con cualquier persona o cosa. Si descuido mi yo, es imposible que sean mías las relaciones con la vida, que la vida misma (el cielo, la mujer, el amigo, la música) sea mía. Para poder decir «mío» con seriedad hay que percibir límpidamente lo que constituye nuestro propio yo.

El resultado de esta opresión o intimidación es evidente: hoy la misma palabra «yo» evoca para la inmensa mayoría algo confuso y fluctuante, un término que se usa por comodidad con mero valor indicativo (como «botella» o «vaso»). Pero detrás de esta palabreja ha dejado de vibrar cualquier cosa que indique con vigor y claridad qué clase de concepto y sentimiento posee el hombre del valor de su propio yo. Por ello puede decirse que vivimos una época en que la civilización parece fenecer, pues una civilización evoluciona en la medida en que favorece que salga a la superficie y quede claro el valor de cada yo individual. Y, al contrario, atravesamos tiempos en los que se favorece una enorme confusión en torno al contenido de la palabra yo.

Podemos llamar nihilismo a lo que hoy reina en el modo de pensar y de ver que impone la cultura dominante. Pero se trata de un nihilismo que ni siquiera conserva el sentimiento trágico por la derrota que lo motiva, sino que más bien lo disimula reduciendo engañosamente todo a juego, a arbitraria invitación al escepticismo y a la ligereza moral.

Por un lado, el nihilismo del que estamos hablando se presenta como una sospecha sobre la consistencia última de la realidad: todo acaba en la nada, incluso nosotros mismos (…). Por otro lado –en nexo con lo primero–, el nihilismo se presenta como una sospecha sobre la positividad de la vida, de la posibilidad de un sentido y de una utilidad de nuestra existencia, que se traduce normalmente en la percepción de un vacío que amenaza todo lo que hacemos, determinando una sutil desesperación.

Nihil, “nada”. No hay nada interesante ahí fuera, en la realidad. Nada más allá de mis pensamientos, sentimientos, estados de ánimo. La realidad no tiene consistencia, no remite a nada (sospecha sobre la consistencia última de la realidad). Mis deseos y exigencias no tienen objeto real al que tender, se agotan en su naturaleza psicológica y biológica (sospecha sobre la positividad de la vida, de la posibilidad de un sentido y de una utilidad de nuestra existencia). Las consecuencias de este nihilismo (que se ha evidenciado mas en esta pandemia) serían un debilitamiento de la relación con la realidad que tiene como consecuencia un torpor del yo:

Una sensación de vacío cuya consecuencia es un debilitamiento de la relación con la realidad, con las circunstancias, que a la postre parecen todas insensatas, no merecedoras de obtener de nosotros un verdadero asentimiento. Se produce una especie de torpor del yo que frena la implicación con lo que sucede

(…). Este es el rostro que asume hoy el nihilismo: una astenia, una ausencia de tensión, de energía, una pérdida del gusto de vivir, íntimamente ligada a la ausencia de algo que de verdad nos atraiga. Solo la presencia de un gran amor es capaz de arrancar al hombre de la nada, y darle un camino educativo para un nuevo comenzar.

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