La educación coincide con las relaciones humanas, es lo que hace que la relación entre personas sea realmente humana. Precisamente la capacidad de educar, es decir, de introducir a otro en la realidad, es lo que diferencia al hombre del resto de las criaturas: el hombre acompaña al niño, hijo suyo o de cualquier otro hombre, hacia su destino, hacia la realidad, y al significado de las cosas. Por eso la educación atañe a todo hombre y toda mujer. El hombre, por cómo está hecho y por cómo se relaciona con los demás, educa. El hombre siempre educa.
¿Qué hizo Dios cuando empezó la creación? Él hizo: la realidad, las cosas, el ser, el mundo, el universo tal como lo vemos; y el hombre, el corazón del hombre. Y la fidelidad de Dios se ve en esto, en que Dios es continua y eternamente creador porque sigue creando estas dos realidades que realizó en el principio. Ese niño ha entrado en el mundo dotado de dos bienes que le ha regalado la naturaleza, es decir, Dios: la realidad que tiene alrededor y él mismo. Educar se refiere exactamente a esto. ¿De qué somos responsables como padres o educadores? Del encuentro de este niño, de este hijo, con la realidad, con las cosas. Este niño tiene derecho a descubrir la realidad en su totalidad, es decir, en todas sus dimensiones; en lo que es, en lo que representa, y en lo que le suscita: porque la necesidad de descubrir y abrazar toda la realidad es innata en él.
El problema de la educación – si es un problema para ti – se convierte enseguida en un problema para ellos. Si tienes el problema de convencerles de algo y de hacer que sean de una cierta manera, se sublevan, reaccionan, sienten que se les quiere imponer algo y no lo aceptan, porque creen que les quita libertad. Y tienen razón. Necesitan adultos que amen su libertad y que confíen en ella. De esta forma les mostramos lo mucho que Dios nos quiere, y esto tiene tanta fuerza que no querrán perdérselo.
¿Pero por qué volvió el hijo pródigo? Gracias a la certeza absoluta de que tenía una casa y que lo estaban esperando. En esto consiste la educación. Tu hijo, con ese tira y afloja que te pone los nervios de punta y te prueban; quiere saber si su padre y su madre están, si permanecen, si son la roca que él necesita. Quiere saber si su casa está fundada sobre roca, entonces, tira y afloja para ver si la cuerda se rompe; pero tú permaneces. No tengan miedo a equivocarse, para nuestros hijos somos los mejores padres. Si la educación es lo que dije, no existe el problema de la coherencia o de la incoherencia: tus hijos no son estúpidos, saben que eres incoherente y venderles la idea de un padre especialmente bueno y coherente no les convencerá, no conseguirán engañarlos. Saben perfectamente cómo somos.
Nuestros hijos no necesitan nuestra coherencia en el sentido moralista del término; necesitan que esa «función de coherencia ideal» coincida con ese «seguir estando» que mencionaba antes. Nuestros hijos nos perdonan nuestra debilidad moral, pero no nos perdonan la falta de valentía, la falta de responsabilidad ante la realidad, la ausencia de una certeza última respecto al destino: esto, no lo perdonan. «No se preocupen». Lo digo también por esta manía de pensar que deberíamos tener el psicólogo en casa.
Parece que nadie es capaz de hacer de padre, nadie es capaz de hacer de madre, al primer problema recurrimos a un experto: entregamos la relación educativa al colegio, y en la familia, a los “expertos”. ¡Parece que hay que tener tres carreras para criar a un niño! Basta de historias, ustedes son los mejores padres posibles para sus hijos, no se preocupen si se equivocan, porque no es eso lo que traumatiza a los niños.
Piensen un momento en la situación de los hijos cuando llegan a casa, muertos de cansancio —intenten ustedes estar cuatro horas sentados en una silla escuchando a señores que dicen cosas que no te importan nada—, con un hambre voraz, y dejan la cartera por el suelo: «Hola maaaa». La respuesta que no puede faltar es: «Dejá la cartera en su sitio…». Después les pone el plato de comida delante, se lanzan a devorarla y llega la pregunta: « ¿Cómo te fue en el colegio hoy?». ¡Yo no lo aguantaría! ¡Es insoportable que todos los santos días lo primero que se le pregunta a un chico, sin haber llegado a probar la primera cucharada de comida, es «¿qué te cuentas del colegio?». La respuesta inevitable de cualquier chico es…« ¡Nada!». Porque, antes que nada, hay que dejarlos comer un poco; después, cuando la ansiedad por el hambre se ha calmado, lo miras a la cara y le decís: «¿Qué tal te fue ayer con tus amigos? ¿Te divertiste?». ¡Eso es otra cosa! ¡Así entiende que lo que importa es su destino, su felicidad! Y, si lo agarras por ahí, después puedes hablarle también del colegio. Es sencillo y obvio. Si, por el contrario, pones todo el énfasis en lo que más odia, le será más complicado sentirse libre para sacar a la luz los problemas, las preocupaciones, los gustos y los disgustos que tenga. Existencialmente se sentirá extraño, enemigo, nunca dirá nada y, después, nos lamentamos porque nuestros hijos no confían en nosotros… El abismo que nos separa lo construimos nosotros mismos al ponerles delante cuestiones que no deberían ser lo primero que nos importa.
«Los hombres raramente aprenden lo que creen ya saber». Por eso para poder comprender el desarrollo, las consecuencias y la dinámica de lo que llamamos educación, tenemos que hacer el esfuerzo de volver a mirar las cosas desde el principio. La educación coincide con las relaciones humanas, es lo que hace que la relación entre personas sea realmente humana. Precisamente la capacidad de educar, es decir, de introducir a otro en la realidad, es lo que diferencia al hombre del resto de las criaturas: el hombre acompaña al niño, hijo suyo o de cualquier otro hombre, hacia su destino, hacia la realidad, hacia el significado de las cosas. Por eso la educación atañe a todo hombre y toda mujer.
El hombre, por cómo está hecho y por cómo se relaciona con los demás, educa. El hombre siempre educa.