En la mitología griega, para poder olvidar había que beber del agua del río Lete. Solo así el hombre olvidaba su vida pasada; de lo contrario, no podía estar delante de su propia humanidad. Tenía que beber para olvidar.
El primer signo que la presencia de Cristo en la historia ha sido justamente lo contrario: despertar la propia humanidad. Él hacía vibrar lo humano en aquellos que lo encontraban. No habían visto nada igual… “¿No ardían nuestros corazones mientras lo escuchábamos hablar?”. Resulta significativo que los cristianos acabemos diciendo que es necesario censurar lo humano cuando Cristo ha venido justamente para despertarlo.
En nuestro diálogo, muchas veces lo humano se reduce solo a la psicología, a las necesidades materiales, a las circunstancias de la vida. ¿Esto es lo que verdaderamente necesita el hombre?
Si nosotros no ayudamos a clarificar esto, en el fondo ya estamos vencidos. “El cristianismo tiene el gran inconveniente que exige hombres para ser entendido y vivido”. Sin tomar en cuenta esta humanidad, nosotros no podemos entender lo que Cristo verdaderamente ha traído a los hombres. Y la propuesta que hacemos de Él, por lo tanto, será reductiva también.
El deseo es el primer gesto en el que la verdad del hombre se pone en juego realmente para dejar espacio al Señor. Y como nosotros tantas veces decaemos de aquella que es la experiencia más elemental de nosotros mismos, nos contentamos con cualquier cosa que después nos deja vacíos y tristes, como reduciendo al máximo nuestro deseo. Cristo, poniéndose delante del hombre y despertando todo su deseo, le hace darse cuenta de quién es él.
Esto que Él despierta es la naturaleza real del hombre, que algunos en momentos verdaderamente lúcidos pueden llegar a alcanzar como conciencia, pero que después –porque le falta la energía para mantener el afecto en aquella presencia–, decae.
Este deseo misterioso del hombre aún vive, nada puede impedir que en medio del caos emerja con toda claridad. Así como un gigante en medio del desierto, surge lo que la Biblia llama corazón: el hombre percibe dentro de sí un destino a la felicidad, a la verdad, a la belleza, a la justicia, y todos juzgan sobre la base de estas exigencias que no se pueden arrancar del corazón. En medio de la gran ruina emerge ese “inagotable deseo de infinito”. Esto es el hombre y no las reducciones a las que normalmente lo llevamos. Y todos nosotros en el fondo lo sabemos, este es el gran problema: el hombre es relación directa con el Misterio.
Educación y Misterio
Es importante que nosotros no caigamos en la trampa, porque esto es lo que les pasa a tantos educadores, que en vez de afrontar el problema con los chicos, los mandan al psicólogo. Ya cada vez existe menos capacidad educativa, se reduce a una cuestión técnica, porque el hombre ha sido reducido a los factores antecedentes. La Gaudium Spes, habla del misterio del hombre: “Un ser que tiene un deseo infinito dentro de su ser limitado”. Y es a esto, a este misterio de nuestro ser que no lo puede resolver tener una casa, o casarse, o no tener problemas psicológicos, a este ser es al que viene a responder Cristo.
El cristianismo podrá seguir siendo interesante para la vida de las personas si tiene una hipótesis de respuesta al problema del hombre; pero al problema del hombre no reducido. ¿Qué interés tiene la fe cristiana si no es responder a este drama? ¿Por qué es interesante ser cristiano? El motivo por el que la gente ya no cree, o cree sin creer, es porque ya no vive su propia humanidad.
Nuestra fe es una fe que ya no tiene religiosidad, le falta este drama humano que la hace razonable. Vivimos una fe que ya no responde como debería al sentimiento religioso, que no es el sentimentalismo, sino es misterio del ser nuestro. Cristo es la respuesta al problema, a la sed, al hambre que el hombre tiene de verdad, de felicidad, de belleza, de justicia y de significado.